Las cruces del mundo actual -de las «personas hambrientas de pan y amor», de los migrantes, de los niños «heridos en su inocencia», de los sedientos de justicia y paz, e incluso de la Iglesia católica «que se siente atacada continuamente desde el interior y el exterior»-, estuvieron al centro del Vía Crucis que, como es tradición, el Papa presidió hoy en el Coliseo.
«Señor Jesús, ayúdanos a ver en tu Cruz todas las cruces del mundo», pidió Francisco, en una oración compuesta por él que pronunció al final del tradicional rito del Viernes Santo que evoca la pasión y muerte de Jesús, en el sugestivo anfiteatro Flavio.
En una noche fresca y límpida, ante miles de fieles llegados con antorchas -que debieron sortear fuertes medidas de seguridad para alcanzar el Coliseo, emblemático lugar de martirio de miles de cristianos-, Francisco aludió a la realidad de hoy. Mencionó la cruz de las «familias destrozadas», la cruz de las personas «solas y abandonadas hasta por sus propios hijos y parientes», la cruz de los descartados y marginados y la cruz de los migrantes «que encuentran las puertas cerradas debido al miedo y a los corazones blindados por cálculos políticos». Esta última frase pareció en Italia una estocada al ministro del Interior y viceprimer ministro del gobierno populista, Matteo Salvini.
En una oración que pronunció desde la la terraza de la colina del Palatino, que se asoma sobre el antiguo anfiteatro Flavio, Francisco aludió también a la crisis que atraviesa la Iglesia católica por el escándalo de abusos sexuales de menores por parte de sacerdotes que ha minado su credibilidad. Mencionó, de hecho, «la cruz de los pequeños, heridos en su inocencia y en su pureza», «la cruz de los consagrados que han olvidado su primer amor», «la cruz de nuestras debilidades, de nuestras hipocresías, de nuestras traiciones, de nuestros pecados, de nuestras numerosas promesas rotas», «la cruz de tu Iglesia que, fiel a tu Evangelio, fatiga a llevar tu amor hasta entre los mismos bautizados» y «la cruz de la Iglesia, tu esposa, que se siente atacada continuamente desde el interior y el exterior».
Como en las seis ocasiones anteriores, durante la celebración, que comenzó pasadas las 21 locales, Francisco nunca llevó la cruz, sino que siguió su procesión a través de las 14 estaciones desde la terraza del Palatino. En silencio y en medio a un clima de gran recogimiento, oyó las meditaciones que este año escribió sor Eugenia Bonetti, una monja misionera italiana de 80 años, conocida por salvar de la calle a muchas mujeres inmigrantes, víctimas de trata, algunas de las cuales llevaron la cruz. Sor Bonetti también reflexionó, con ejemplos muy crudos de mujeres reales que conoció, sobre los «nuevos crucificados de la historia actual, víctimas de nuestra cerrazón, del poder y de las legislaciones, de la ceguera y del egoísmo, pero sobre todo de nuestro corazón endurecido por la indiferencia». Y pidió tomar conciencia de que «todos somos responsables del problema».
«En una fría noche de enero, en una calle de las afueras de Roma, tres africanas casi niñas calentaban sus cuerpos jóvenes y semidesnudos acurrucadas en el suelo alrededor de un brasero. Algunos jóvenes, pasando con el automóvil, arrojaron material inflamable al fuego para divertirse, quemándolas gravemente», describió, en la tercera estación. «En ese preciso momento, pasó una de las muchas unidades callejeras de voluntarios que las socorrió y las llevó al hospital para acogerlas después en una casa hogar», agregó. «¿Cuánto tiempo pasó y ha de pasar para que esas muchachas se curen, no solo de las quemaduras de sus miembros, sino también del dolor y de la humillación de encontrarse con un cuerpo mutilado y desfigurado para siempre?», preguntó.
Al margen de hablar de los niños abusados, de las víctimas de trata, de las inujsticias sociales, de madres fuertes pese a todo, sor Bonetti también deploró la situación de los millones de migrantes y refugiados que hay en el mundo. «El desierto y el mar se han convertido en los nuevos cementerios de hoy. Frente a esas muertes no hay respuestas; pero hay responsabilidad. Hermanos que dejan morir a otros hermanos. Hombres, mujeres, niños que no hemos podido o querido salvar», dijo, en la última estación. «Mientras los gobiernos discuten, encerrados en los palacios del poder, el Sahara se llena de esqueletos de personas que no han resistido el cansancio, el hambre, la sed», denunció. «¡Cuánto dolor provocan estos nuevos éxodos! Cuánta crueldad se ensaña con el que huye: los viajes de la desesperación, las extorsiones y las torturas, el mar transformado en tumba de agua», agregó. Las meditaciones fueron leídas por locutores profesionales y acompañaron el trayecto de la cruz, llevadas por diversas personas.
Antes del Vía Crucis, Francisco presidió la celebración de la Pasión del Señor en la Basílica de San Pedro. En este rito, el Papa se postró en el suelo en adoración. Y el predicador de la Casa Pontificia, el capuchino Raniero Cantalamessa, recordó que «la Iglesia ha recibido el mandato de su fundador de ponerse de la parte de los pobres y los débiles, de ser la voz de quien no tiene voz y, gracias a Dios, es lo que hace, sobre todo en su pastor supremo». «La segunda tarea histórica que las religiones deben, juntas, asumir hoy, además de promover la paz, es no permanecer en silencio ante el espectáculo que está ante la mirada de todos», siguió. «Pocos privilegiados poseen bienes que no podrían consumir, aunque viviesen incluso siglos enteros y masas aniquiladas de pobres que no tienen un trozo de pan y un sorbo de agua por dar a sus hijos», sentenció. «Ninguna religión puede permanecer indiferente, porque el Dios de todas las religiones no es indiferente ante todo esto», concluyó.